La
luna sonreía, pero no era una sonrisa agradable, ni amable, sino llena de
maldad. Aquella luna plateada era cruel y solitaria, y flotaba sobre un bosque
oscuro, junto a unas estrellas que no volverían a brillar.
Unos
copos de algodón caían en silencio sobre los árboles desnudos. El aullido de un
lobo se balanceó entre las ramas y una sombra salió de entre la oscuridad. Su
capa negra contrastaba con la blancura y quietud del bosque invernal, sus
pequeños pies dejaban un rastro sobre la nieve, pero la temblorosa figura,
delgada y torpe de cansancio, seguía corriendo.
Las
pisadas de los lobos se oían más cerca y cuando la muchacha se dio cuenta de
que no había salida, cayó sobre el manto blanco. Los lobos grises, tan crueles
como la luna, se acercaron silenciosos y letales, mirando con ojos calculadores
a su presa atrapada. Formaron lo que más se parecía a una posición de ataque,
un círculo alrededor de la princesa que la envolvía desde la distancia. Ninguno
parecía querer dar el primer bocado. Entonces la joven levantó la cabeza para
mirar a la manada y su capucha se echó hacia atrás.
Si
los lobos amaran la belleza, si los animales apreciaran la delicadeza de la
hermosura o la sensibilidad que esconde el encanto, no hubieran encontrado
palabra, aullido, gruñido ni suspiro que hubiera expresado lo que vieron. Su
piel era blanca como la nieve que flotaba alrededor de su cabeza, una tez de alabastro
con un ligero rubor en las mejillas por el frío. Sus desordenados cabellos caían
por su espalda, largos hilos de azabache enmarañados por el viento. Sus manos
eran pálidas y suaves. Su cuello, largo y elegante. El vestido, manchado de
sangre. Había un imperceptible temblor en sus labios, rojos como las manzanas
en la temprana primavera. Y sus ojos, dos pozos negros, oscuros y silenciosos,
gritaban de terror.
Con
un pestañeo, por la mejilla de Blancanieves se deslizó una lágrima que cayó con
un sonido mudo a la nieve, pero antes de que desapareciera para siempre, la
pequeña gotita rió. Y su risa ingenua se elevó hasta el cielo, como mil
cascabeles de cristal, formando una estela dorada que se perdió en el
horizonte. Un aviso, una señal, un destino que se rompía. Blancanieves suspiró
y se dejó caer boca arriba sobre el suelo con un suspiro. Miró el cielo y cerró
los ojos. La estela dorada seguía brillando tras sus párpados. Los lobos
aullaron y huyeron, pero ella no notó nada. Sólo oía el sonido de mil corazones
que se aceleraban al ver su señal, aquel relámpago congelado en el cielo que
marcaba su posición. Sonrió.