"Sentí, como entonces, un frío inmenso, un frío que helaba mi cuerpo y mi espíritu, del que sabía que nunca podría recuperarme, y apreté la cara contra la piel del sillón para no ver todas las imágenes que se entremezclaban en mi mente: los ojos tiernísimos de mi madre intentando esconder su pena, los ojos amantes de Francisco ofreciéndome las flores en el cotillón, el día de su cumpleaños, los ojos heridos de Helena, los ojos torvos de mi suegra, los pequeños ojos, aún llenos de miedo, ya suplicantes, de Rudi recién nacido, cuando yo intentaba acercarlo a mis senos para que mamase toda la ternura que me crecía dentro, por las venas, amenazando estallar mi pecho, los ojos de tierra y lluvia de Bay Middleton, que apenas me miraban para no arder en chispas de deseo, los miles de ojos que a lo largo de mi vida me habían vigilado, perseguido y acusado... La vida era un infierno, un infierno de miradas inflamadas, lastimeras, reprobadoras, miles de miradas clavándose en mí, llegando hasta dentro de mi corazón, hurgando en mis tripas, impidiéndome vivir en paz..." (Elizabeth, emperatriz de Austria-Hungría).
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