Tres mundos blancos metidos en el cajón. Limpios, puros y sin estrenar. Ahora son tres. El primero es tan diminuto que sólo puede tener en su interior ideas. Pero no son ideas
pequeñas. Son grandes como mundos, profundas como personas y para conseguir la forma final, se ha tenido que trabajar mucho tiempo con ellas. A cada una, le he dado vueltas y más vueltas como si fueran bailarinas, cada una única y cada una con su propio brillo. Han sido giradas y retorcidas, maltratadas, limpiadas, pulidas, veneradas, mutiladas, diseccionadas, llevadas otra vez al principio. Nunca destruidas: es algo de lo que me enorgullezco.
El segundo mundo blanco fue un capricho portugués, de hojas recicladas y portada sencilla de color granate. Tiendo a preguntarme cómo puede mantener la sencillez cuando le acompaña el color de la realeza. A excepción de una línea, esas páginas siguen siendo blancas, esperando ser manchadas cuanto antes.
Parecía que se iba a desencadenar una tormenta, pero al lejano jinete que galopaba colina abajo no deba señales de preocuparle en absoluto.
Y el tercer mundo blanco. Fue regalado una vez en diciembre junto al sabor más exquisito: el de comida casera, chocolate y amistad. Ella es una persona que me dice "Sonríe, que estás mil veces más guapa" y que me da abrazos de los fortísimos. Ella me conoce, y por eso me lo regaló. Es un mundo blanco precioso. Níveo en su interior, como me gusta a mí.
Y la anotación de la portada podría haber salido perfectamente de sus labios:
Enamórate de tus ideas, trabaja con ilusión, recuerda que siempre, siempre, sale el sol. Hoy es el día.
Gracias, Vey.